lunes, 30 de abril de 2007

Apagaron la luz


Riquelme hizo un golazo y enseguida reventó el travesaño con un bombazo. Era la manija. Pero Russo quiso cuidarlo y lo sacó a 13 minutos del final. Y Boca lo pagó con el empate.

Andaba encendido Román. Pero no sólo andaba encendido en la suya, en la que suele deslumbrar: la cabeza levantada, el monopolio de la pelota, el buen gusto, el pase con ventaja, los cuatro ojos que parece tener para ver lo que la mayoría no ve, la visión global del campo de juego, la pegada exquisita, el lujo imprevisible. También andaba encendido en el área de Racing: tenía hambre de gol, tenía lo que a veces le falta (desde su vuelta, apenas había convertido una vez: en el 3-0 a Toluca, por la Copa Libertadores, en el Amalfitani), tenía el cambio de velocidad necesario para pisar las fronteras de Campagnuolo con determinación y hacer temblar al ayer seguro arquero de Racing.

Allá por los 12 minutos puso la quinta para picar y capitalizar una magistral asistencia (de cabeza) de Palermo: llegó cuerpo a cuerpo con Sosa, le pegó apurado, quizá mal parado, y afuera. Fue el primer indicio de su voracidad. Probó en un par de ocasiones desde lejos. Y pronto volvió a acceder a los últimos metros del rival: pasada la media hora la recibió en el área, desairó a Crosa con un amague, inclinó el cuerpo para encontrar el mejor perfil y la impactó con un derechazo que tampoco tuvo dirección; la pelota se perdió cerca del palo izquierdo de Campagnuolo.

La tercera, para hacerle honor al añejo dicho, fue la vencida. Diez minutos del segundo tiempo, con Boca 0-1. Se la dio Dátolo, tocó rápido con Palermo y la fue a buscar al corazón de las dieciocho. La domesticó entre Esquivel y Crosa (el que más cerca estuvo de ahogarle el grito) y despachó el remate de derecha cruzado, rumbo al rincón más lejano del arquero. Un gol enorme. Un gol que valió el empate circunstancial y que sirvió, además, para una comprobación: si Riquelme entrase siempre decidido al área, el gol le quedaría mucho más a mano de lo que habitualmente le queda. ¿Fue todo? No, hubo una cuarta chance: sesenta segundos después de la celebración personal. Y partió desde afuera, con un bombazo que superó el manotazo de Campagnulo y estremeció el travesaño. Ovación, sí. Admiración, también.

El ululante ¡Ri-queeeel-me, Ri-queeeel-me! se escuchó con la fuerza de una sentencia a los 28, tras un caño majestuoso. Al ratito, a los 32, los asombros fueron generales pero no por alguna otra intervención de Román sino por una elección de Miguel Russo: lo sacó para que ingresara Orteman. Incomprensible. Racing, indirectamente, se alivió. Y a Boca le apagaron las luces. Las luces que lo alumbraban (ganaba 2-1). Las luces de Román.

Si Russo lo quiso cuidar para la Copa, apenas lo cuidó 13 minutos y el descuento... (es decir: pa ra resguardarlo en serio, debió haberlo reemplazado antes). Si Russo creyó que el triunfo estaba asegurado, le pifió el diagnóstico: un gol nunca es diferencia. Sea como fuese, la realidad es incuestionable: la riquelmedependencia es tan vasta como concluyente.

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